Flor Zavala
[SEUDÓNIMO]
Desnuda Tormenta
[CIUDAD]
Orizaba, Veracruz - Coatzacoalcos, Veracruz
[RESEÑA]
Estudió
la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana
y el Diplomado en Creación Literaria por parte del INBA y CONACULTA. Durante
los últimos años se ha enfocado en los talleres de escritura creativa y
creación literaria para jóvenes y adultos, así como en el proyecto Palabritas: taller
de escritura y fomento a la lectura para niños. Se ha desempeñado también como
gestora cultural, correctora de estilo, promotora de lectura y conferencista en
ciernes. Actualmente estudia arte-terapia y se encuentra en la gira
publicitaria de su primer libro.
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Flor Zavala- Desnuda Tormenta
Instagram:
@esdesnudatormenta
[PROSA POÉTICA]
PUDO
SER PEOR
Pudo
ser peor.
Como
aquellas parejas que echan raíces en la vil monotonía: álgidas florecen con
tibieza y piden mesa para dos pero ya ni siquiera se miran, no existen bajo el
abrigo de una conversación. Es la comodidad que se parece a la felicidad, se
toman la mano, pero no terminan por ser. Tan faltas de pasión que no se hieren.
Arropo
lo que fuimos. La intensidad de lo efímero, de un vuelo tan alto que fue atroz
la caída, de un presente clandestino, de tu sexo en mi boca, de la tuya en mis
labios, del amor desecho a mano. De tu manía por fumar después de coger, de
cuánto has intentado dejar el tabaco
cuando es él quien te azota la puerta y te abandona a tu merced.
Pudo
ser peor.
Pudimos,
por ejemplo, no haber sido.
PEQUEÑAS
DISERTACIONES ACERCA DE LA LLUVIA:
I.
Soy
lo que callas cualquier pregunta por esa lluvia que nunca has podido olvidar.
II.
Cae
la lluvia y el suelo abre los brazos al cielo. Se encuentran, se revuelvan, forman
el círculo de lo incompleto.
III.
Me
he quedado a vivir en la comisura de tus labios. En la forma en que pronuncias
la palabra “lluvia” como un presagio:
Gota a gota,
cuerpo
a cuerpo,
nos mojamos.
La
poesía convierte en soportable
todo
aquello que ya no lo es.
No
hará que te duela menos,
hará
que te duela mejor.
El
poeta no te salva,
te
resguarda.
Enuncia
lo que tú callas.
Y
es que tal vez la poesía
no
cambie al mundo
pero
por un instante,
te
incita a mirar hacia adentro.
Y
entonces, todo cambia.
[CUENTO]
A LA ANA
MAGDALENA
Resulta que con el tiempo descubriste la ventaja del
anonimato que otorga vivir en una ciudad grande en donde en efecto, no eres
nadie. ¿Quién iba a fijarse en ti entre veinte millones de habitantes? ¿Quién
voltearía la mirada, entre la marabunta del metro Hidalgo a las tres de la
tarde, al saco de huesos en el que de a poco te vas convirtiendo? Y sin
embargo, ellos lo hicieron. Tu ninguneo ha fallado.
De-te-ni-da. Recién te procesaron y sonríes
satisfecha porque aunque sabes que alguien habló de más, no tienes mucho qué
perder a tu edad. Sin embargo, vas a echar de menos tu departamentito en la
Roma y a tus dos gatos, los despertares con Guns and Roses y los Rolling Stones
y jugar cuando se te dé la gana en plena madrugada. Vas a extrañar el olor de
las mandarinas afuera de tu casa y comerlas de manera compulsiva entre octubre
y febrero. Vas a exigir el tabaco y las mandarinas. Carajo, te detuvieron.
Casi te entregas con la elegancia que no posees y te
apresan sin mayor problema a la salida del metro. Te tropiezas, como es
costumbre, antes de abordar la patrulla. Tarareas Star way to heaven en el
camino a quién sabe cuál penitenciaria.
La sentencia es clara y sencilla: Cinco años por complicidad en fraude
cibernético. Cinco años por violar la Ley de Abuso y Fraude Informático. ¿Qué
van a decir tus nietos, Magdalena? Casi
escuchas al menor de ellos “Mi abue la rockera es hacker y está presa”. Como si
Adrián comprendiera lo que sí eres.
Miras de reojo y descubres a un policía sorprendido.
Inaudito, te observa sin entender la sonrisa en tu rostro y tu brazo izquierdo
lleno de más tatuajes de lo que le parece apropiado. “Vieja ridícula”, piensa.
¿Por qué no te quejas como el resto? ¿Por qué no intentas decir que eres
inocente? ¿Por qué no apelas o no llamas a un abogado? Ingenuo. Si supiera que
la adrenalina te mantiene viva, que esto se parece tanto a los videojuegos y ya
en tu mente bosquejarás alguna estrategia para salir bien librada cuando tú
consideres que es momento.
Las reminiscencias indican que todo comenzó hace 7
años con la muerte de tu esposo. Le lloraste lo que tenías qué y luego, no
dejabas de hacerlo. Seis meses más tarde el psiquiatra diagnosticó depresión.
¿Qué esperaba? Habías compartido con él casi 40 años de tu mediocre vida y
fuiste una conyugue como quién sabe si Dios manda: abriste las piernas una vez
por semana, pariste tres hijos, te olvidaste de ti para criarlos y atender a tu
marido y ahora tu existencia ya no giraba en torno suyo. Pasabas las horas
tendida en cama, sin sentido alguno, marchitándote.
En navidad tu yerno, el que sí te cae bien, llegó
con uno de esos cachivaches nuevos: una computadora y unas clases pagadas para
aprender a usarla. Te negaste al principio y te quedó aguado el café por no
fijarte mientras hacías coraje pero aceptaste. Fue la misma época en que
volviste a escuchar la música de cuando joven y decidiste hacerte un primer
tatuaje y luego otro, y uno más… y después no sabías cuándo parar. Nadie se
cura de una obsesión, sólo se reemplaza por otra mayor.
Ahora que tu esposo se había ido y tus hijos ya no
estaban en casa, decidiste que era tiempo para estar contigo y la computadora
dejó de estar arrumbada para transformarse en el objeto que usabas con mayor
frecuencia y con el que –debes aceptarlo- establecías charlas igual que con tus
gatos. Siempre has sido todo un caso, Magdalena. Tanta soledad te llevó a un
semi-delirio.
Terminaste aquel cursillo de computación básica y
decidiste seguir por tu cuenta. Devoraste un libro tras otro al respecto
mientras mantenías conversaciones con gente conocida a través de internet y
gastabas tus noches en videojuegos que ibas encontrado. Tu cuerpo se impregnaba
de sudor en largas jornadas frente a un aparato que ya no era en lo absoluto
ajeno.
Dos años después, dieron inicio tus intentos por
aprender programación. Las cáscaras de mandarina y las colillas de cigarro se
regaron por tu cuarto y no había quién le diera de comer a tus dos gatos. No
obstante, tú engullías tutoriales avanzados y creabas tus primeras aplicaciones
e ibas más allá de lo imaginado. Y entonces, a las 4 de la mañana (esa hora en
que no sabes si es demasiado tarde o muy temprano) de un jueves cualquiera y mientras
comprabas la actualización de Age of Empires, ocurrió: descubriste la forma de
clonar una tarjeta de crédito. Y por supuesto, no paraste. La adrenalina era
una droga para tu envejecido cuerpo. Las palpitaciones iban en aumento.
Había que disimular, por supuesto. De vez en vez
arreglabas la casa, barrías la banqueta e inclusive saludabas a los vecinos con
mirada de aquínopasanada. No había quién sospechara. Tú que nunca te habías
empleado más allá de las labores domésticas,
ahora tenías una oferta de trabajo.
Luego de saber cómo encriptar tus pequeños actos
delictivos y hallar un sobrenombre para ser ubicada, alguien del sur te pidió
que buscaras información a cambio de una no muy despreciable cantidad de
dinero. Y lo hiciste y lo hiciste muy bien. Depositaron a una cuenta y listo.
Después, ocurrió lo mismo y no tuviste reparo en continuar con ello. No sabías
para quién trabajabas, ni ellos cuál era tu identidad verdadera.
Comenzaste a sospechar cuando las sumas
incrementaron y los encargos se hicieron extraños pero ya era un poco tarde
para negarte: se trataba de un cartel. El cartel del Golfo, supusiste. Si ya
estabas dentro, al menos harías formidable tu desempeño y serías una free-lance
como hacker.
Habían pasado casi cuatro años desde tu inicio en la
computación y te jactabas como nadie y como nunca de lo lista que sí eras y del
desperdicio por no haberlo puesto en práctica los años anteriores. Aún te
pegabas en el dedo meñique con los muebles, con frecuencia seguías olvidando
pagar la luz o el agua pero quién te hubiera visto todo el día con tu entonces
ya profesional lap-top y el renombre y la leyenda que construías en el
ciber-espacio.
Con el transcurrir del tiempo, decidiste jugártela a
lo grande. Hackeabas a los hackers y ni a licenciaturas habías llegado. Las
pequeñas transferencias de dinero aumentaron exponencialmente y distribuías
información ya no sólo para cárteles mexicanos. No le eras fiel a alguno, no
había exclusividad, tú hacías lo tuyo. Vamos: habías dejado el tabaco porque ya
no era necesario cuando el sudor recorría tu cuerpo luego de un exitoso fraude
o de salir librada después de entrar a un sistema indebido.
Nar-co-tra-fi-can-te. O algo así o afiliada porque tú no te ensuciabas las
manos.
Habías olvidado los achaques y los tatuajes pero
hacías el intento por conservar una vida normal ante cualquiera. No es que te
hiciera falta el dinero pero te sentías útil y apreciada por primera vez, te
emocionaba la destreza poseída, tu agilidad única y el genio en sistemas que no
podían imaginar que fueras. Sesenta y tantos años a cuestas y la vivacidad y la
mente intacta.
Pero entonces, te detuvieron. ¿Cómo te habrán de
mirar otros cuando estás en la cúspide de tu carrera? ¿Cómo deberías de mirar
al policía que te juzga en tu celda?
“Mujer de 65 años es detenida. Caso insólito: fraude
cibernético en complicidad con el Cartel del Golfo” tanto para tan poco,
piensas para tus adentros. Y tus preocupaciones son otras: dejaste el arroz
sobre la estufa con el fuego alto, alto, alto. Una proeza de arroz a la Ana
Magdalena: quemado.
[ENSAYO]
VOY A VOLVERME A ENAMORAR
Voy a volverme a enamorar. Y hablo entonces del amor
por ciudades, de mis pasos recorriendo las calles del D.F., de mis recuerdos en
Madrid o del sueño guajiro y ojalá no tan lejano de Barcelona y París. Hablo de
los días soleados pero con frío, de las
tardes leyendo un libro cuando el monólogo interno se convierte en eterno
diálogo con uno de mis autores favoritos, la catarsis que ocurre cuando el
libro me lee.
Hablo de las charlas con mi abuelo mientras sopeo la
galleta en el café –sin dos de azúcar, por supuesto- y soy impertinente y me
río fuerte: también las apariencias se cansan de ser guardadas siempre. Quiero
decir, me hacen feliz las palabras soeces, sorber los restos de sopa, hacer
ruido con la pajilla, andar en calzones por la vida.
Hablo de mi madre cuando me acaricia el cabello y su
entrañable habilidad para sanar desde una rodilla raspada hasta un corazón
roto. Pienso sin remedio -como todo gran amor cuando se aproxima- en mis
razones para abrir los ojos cada mañana (ninguna supera los diez años): Israel,
María Fernanda y Reginviaje01a. Mis sobrinos. Mis amaneceres. Mi reír contigo y
junto a ti, tres veces.
Volveré a enamorarme y ya no se me va a quitar
nunca, claro está: ¿Cómo evitarlo si pienso en aquella fiesta de diciembre
cuando me embriagué con 2 amigos? En el mezcal y las copas de más, en el vino,
Karen Souza y el jazz. En los pasillos de la facultad, en la clase de las diez,
los garabatos en la última página de una libreta con rayas, las nimiedades, los
viajes de improviso y las carreteras en donde aprendí que el trayecto también
es hogar.
Es el retorno a lo sencillo sin que por ello pierda
su complejidad. Se trata de saber decirle “sí” al domingo, a los ratos a solas,
al “mesa para uno, por favor”, a sonreírle de cerca y con dentadura perfecta a
la felicidad. Se trata de asentirle al vestido floreado, a las faldas cortas,
al poder de un lápiz labial, a Cat Stevens ,Los Beatles y a los Rolling Stones.
A lo sano que resulta el hedonismo y a la sabiduría del ego en pequeñas dosis
(cuando es sabiduría y no estupidez).
Voy a volverme a enamorar. No sé cuándo y no sé cómo
y hablo también del amor propio pero te lo digo ya: Sí, voy a volverme a
enamorar.
ESCRIBO POR DEFECTO
No recuerdo que alguien me forzara a hacerlo. En
cierto punto comprendí lo necesario de enfrentarme conmigo y por tanto, con él.
O bien de enfrentarme a mí misma a través suyo. Quizá por eso él me causaba
rechazo en un principio, tal vez por la misma razón quise abandonar el
tratamiento cientos de veces. Sin embargo, ahí estaba yo con mis 30 pastillas
diarias, los kilos de más y una vida mayormente en cama.
Y llegué para quejarme, por supuesto. Por aquella
época tenía la impresión de que mis padres pagaban un especialista solo para
que yo me desahogara. Así que procedí a hacer lo debido: me quejé, me quejé y
me seguí quejando. En algún momento de la charla, R. frenó mi autocompasión
para entonces sí confrontarme:
-Y entre tanto que te disgusta y aborreces, ¿qué es
lo más bello en ti?
-Lo que puedo hacer con las palabras. -Le respondí.
O lo que ellas han hecho conmigo, reflexioné luego de un rato.
Me miró entre el desconcierto y el desafío porque
algo dentro de él supo que yo no mentía. La chica de lentes y torpeza
finalmente había dicho un dictamen a su favor, debió pensar. Hizo un gesto de
ligera satisfacción.
-¿Y qué puedes hacer con las palabras? ¿Qué han
hecho las palabras contigo? -me preguntó.
Por toda respuesta, opté por mirar el techo y
después el suelo. Con el tiempo me acostumbraría a su forma de trabajo y
llegaríamos a reír, a ser cómplices durante una o dos horas (según las
condiciones en las que yo estuviera). Sin embargo, en ese instante solo pensaba
en una película en la que una terapeuta le señalaba a su hija lo imprescindible
para ejercer tal profesión: Pregúntale al paciente «Y usted, ¿qué siente con
todo esto?».
Se hizo el silencio entre nosotros y la memoria me
condujo a los escabrosos terrenos de mi infancia. Recordé las tardes que pasé
escribiendo diarios cuando niña, el primer cuento hecho de mi puño y letra en
primer grado de primaria, los libros que mi madre dejó en mi mesita de noche y
que devoré con avidez como si nunca más me fuese a ser permitido leer. Rememoré
los concursos de cuento y poesía durante la adolescencia, el sentimiento de
alienación que por aquellos años caracterizaba mis venas y todo lo que de mí
emanaba. Me sentía ajena, profundamente lejana al presente de mi cotidianidad.
Pensé también y de forma inevitable en la hecatombe
ocurrida durante mis años de universidad, cuando las calles de Xalapa eran las
grandes protagonistas de mis múltiples historias. El caos fue la constante, no
hubo mayor presencia que la dejada por los rastros de ausencias de las personas
que iban de paso y de prisa por mis días. Hacían constar su estancia al contar
el relato de mi vida.
-Es que no comprendes. -Le dije. Ya no me es posible
escribir, ya no brotan las palabras de mí. Estoy en época de absoluta sequía.
-Entonces, dedícate a leer.
Durante las siguientes semanas me fui a la cama con
varios hombres: Ray Bradbury, Benedetti, Evelio Rosero y no recuerdo qué otros
autores.
Despertaba con ellos, iba a dormir tras su lectura.
De nueva cuenta comencé a encontrar mi esencia y sus ideas me recordaron que yo
también tenía algo qué decir. Así fue como la idea de R. funcionó y de a poco
retomé la escritura, comencé a salir de una depresión terrible y dejé atrás las
últimas pastillas del tratamiento del Lupus.
Ahí estaba yo: varios kilos de más, la miopía que me
caracteriza y la torpeza en el andar pero con la esperanza fincada en las
palabras y el porvenir que ellas abrían a su paso. Una frase tan común como
sabia echó raíces en mí y causó eco en mi interior: Lee y cambia tu perspectiva.
Escribe y cambia la perspectiva de los demás.
-Escribo porque es una manera de estar en el mundo.
Escribo por necesidad y en el peor de los casos, por necedad. Me sé inconstante
y desordenada pero comprendo que mis palabras llegarán a las personas adecuadas
en el momento indicado. Soy un eterno cúmulo de emociones que desembocan en el
llanto.
-¿Y por qué tantos altibajos en tus emociones?
-Por eso estoy medicada. -Esa siempre ha sido mi
respuesta ante R. Como si me salvaguardara de cualquier prejuicio externo. «Así
soy, déjenme en paz». Fui diagnosticada con ciclotimia (una forma de
bipolaridad) algunos meses atrás.
Escribo por definición, por defecto y por default,
para cruzar mis puentes y domesticar mis abismos. La vida me escribe en el
proceso y yo guardo silencio porque comprendo la belleza que se anida en lo no
dicho. Bajo su manto, las palabras se acurrucan antes de ser dadas a luz. He
aquí las mías que hoy he parido en un jueves cualquiera de un enero cualquiera.
Florecen en silencio. Se encuentran en mi espera.
¿Sabían que es una reverenda hija de su chingada madre? Infiel, trepadora, traicionera y claro, mentirosa compulsiva. Una mierdilla de persona.
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